Si tan solo la tolerancia hubiese existido… Si tan solo tanto rencor no hubiese dolido… Si tan solo sentir lo que sentíamos no hubiese sido tan fuerte, tan difícil de aceptar para los demás…
Tenía dieciocho años cuando mi vida cambió. Cuando, sin saberlo, mi interior se transformó. Cuando lo mejor y lo peor apareció frente a mí y, por la ingenuidad propia de ese momento, no lo puede ver, ni siquiera lo pude sospechar. Y es que cuando el problema no es el amor… ¿Qué lo es entonces?
Él y yo nos enamoramos sin ni siquiera sospechar que su presencia en mi existir lo modificaría todo, convirtiéndose de pronto y sin aviso en lo más hermoso de mi mundo y también… en lo más doloroso.
Nuestra historia comienza aquí, justo en esa edad en la que todo es tan visceral, tan intenso, tan arrollador, tan sin igual que crees que nunca cambiará nada. Alegría y euforia, así como depresión y tristeza, odio y rencor. Todo dentro de un huracán de emociones que te arrastra de aquí para allá, que te hace gozar, llorar, gritar, vibrar, temblar, desear, reír y en mi caso… amar, amar de verdad y con asombrosa intensidad.
Aquella mañana en la que mi mirada se topó con su esencia, no imaginé hasta qué punto mi vida cambiaría. Trastornó mi ser, mi mente y mi destino. Nuestra historia siempre estuvo marcada y yo, sin sospechar, sería el mayor responsable de su más profunda tristeza. Mi ángel introdujo su inocente mano en mi pecho y me conmovió, me estremeció y cimbró mi vida hasta el punto de desear, con fervor, ser otro para poder merecerla. Lo cierto es que mi mundo la alcanzó y nos cambió. Ahora sé que no existe un cielo oscuro, que amanece; sin embargo, hay algo que debe terminar… a lo que debo ponerle punto final para continuar.