Los he visto contemplando, con la paciencia de la gota de agua que horada la piedra, el polvo de nuestros caminos. Cómo la renuncia de nuestras pasiones los hace más oscuros. Cómo nuestros sumisos los hace más intensos. Y entonces el polvo no solo se levanta y nos envuelve cuando caemos en el lamento. Nos abraza como manto de sepelio, nos erige en pira funeraria, nos acurruca en la ceniza de nuestras muertes. Hasta seducirnos con su tibieza, hasta cobijarnos con el aroma de esa costumbre tranquila de no hacer nada. Nos decimos: polvo serás, más polvo enamorado. Ellos contemplan con 100 años por delante mientras nos engatusan con el susurro de la esperanza: no hay mal que dure cien vidas, ni siquiera la de ustedes, hechos los inmortales.
Entonces dormimos, confiados en el refugio de nuestros sueños de agua. Echados en nuestras alas de colores, volamos. Pero ellos también vuelan con otros aleteos, con los que repiten las largas distancias y tienen la paciencia de los buitres. Y se solazan en el regazo de nuestras últimas gotas de agua. Entonces, hasta el sueño lo tenemos invadido por el asalto de los gusanos de nuestra propia cobardía. ¿No son acaso las tormentas del desastre los momentos soberbios del desierto, esos tiempos en que nos ahogamos, esos tiempos en que nos suicidamos de llanto, en que nos cortamos las venas con el filo de nuestra resignación?
Tenemos una vida. Una sola. La única. Hemos sobrevivido a tantas plagas que también sobreviviremos a esta porque nunca nos hemos degradado hasta la nostalgia de la jaula por el canto, porque nunca nos hemos degradado hasta la distancia de la jaula para el canto, porque nunca nos hemos repetido como tarde agostada de domingo.
Hemos sido varias veces la tea encendida. Otras tantas nos hemos apagado. Pero ahora debemos encendernos nuevamente. De una vez y para siempre. En nuestros cuerpos encontraremos la pasión para renaces y refundar esa certeza que nos hizo posibles. Porque nuestro ajayu conservamos su semilla.
Yvy Marãey