El viernes 5 de abril de 1872, Emeterio Villamil de Rada, un septuagenario comisario de límites boliviano ante el Imperio del Brasil, es visitado por una revelación: el descubrimiento de la específica localidad edénica de la creación humana. Con el mismo entusiasmo religioso, atribuye la posibilidad de su descubrimiento a una sabiduría que le llega desde la infancia y que ningún estudioso europeo posee: la lengua aymara que habla desde la cuna y en la que –dice– Dios y Adán conversaron en Sorata, el Edén.
Cuatro meses después, Villamil de Rada termina de escribir La lengua de Adán, el libro que presenta su descubrimiento y que parece querer responder a todas las acepciones que la palabra filología, madre de las humanidades modernas, tiene en el siglo XIX: es al mismo tiempo una disquisición sobre textos sagrados en varias lenguas, una teoría sobre el origen y naturaleza del lenguaje y, además, un acercamiento comparativo y genealógico a la historia de los idiomas de la tierra. Pero aunque en deuda con esa ciencia filológica –de la que adopta imágenes e ideas–,Villamil de Rada está en realidad interesado en otra cosa: busca que la oralidad aymara converse con las culturas del mundo. Y, desde esa conversación, persigue probar, contra la fragmentación moderna, el origen único del hombre, su noble filiación divina.